JOSÉAZEL
Las constituciones de los países latinoamericanos, casi sin excepción, comienzan exaltando el estado-nación o destacando el papel patriarcal de los funcionarios electos. “Nosotros, los Representantes del pueblo de Costa Rica… El Congreso de la República de Venezuela… El Congreso Constituyente Democrático (de Perú), invocando a Dios Todopoderoso… De la Nación, de su Soberanía y de su Gobierno (República Dominicana)… Nosotros, Diputados electos (de Honduras)… La Nación Panameña… La república Oriental del Uruguay es la asociación política…”
Generalmente, las constituciones pasan entonces a exigir, en insufrible detalle paternalista, qué valores deben mantener la ciudadanía y el Estado. Por ejemplo, el Artículo 8 de la Constitución boliviana prescribe que “Toda persona tiene los siguientes deberes fundamentales: (b) De Trabajar… en actividades socialmente útiles. (c) De Adquirir instrucción, por lo menos, primaria. (e) De Asistir, alimentar y educar a sus hijos… así como de proteger y socorrer a sus padres… (g) De Cooperar con los órganos del Estado y la comunidad…”. Todas, loables ambiciones, pero ¿necesitamos que la Constitución o el Estado ordene hacer esto?
El Artículo 4 de la Constitución nicaragüense establece que el “Estado promoverá y garantizará los avances de carácter social y político para asegurar el bien común…” La Constitución paraguaya, en el Artículo 6, señala que “la calidad de vida será promovida por el Estado mediante planes y políticas que reconozcan factores condicionales…” Perú, en el Artículo 2 (6), quiere asegurar que “los servicios informáticos… no suministren informaciones que afecten la intimidad personal y familiar”. Y Ecuador requiere que el Estado planifique el desarrollo nacional y erradique la pobreza.
En vívido contraste, la Constitución de Estados Unidos –la más corta constitución escrita– no solamente comienza otorgando todo el poder a “Nosotros, el pueblo”, sino que procede inmediatamente a establecer los límites del gobierno y garantizar las libertades individuales en los siete primeros artículos y en la Declaración de Derechos.
Explícita e implícitamente el pensamiento latinoamericano de gobierno estatista es que el poder debe descansar no en el pueblo, sino en los ilustrados representantes que arrogantemente consideran que ellos saben lo que es mejor para el pueblo. Esta variedad de paternalismo epistemológico sostiene que nuestras decisiones individuales están sujetas a errores que perjudican nuestro bienestar y, por consiguiente, por nuestro propio bien, debemos confiar en que el gobierno tenga autoridad sobre nuestra toma de decisiones.
Esto nos infantiliza, porque como adultos somos los mejores jueces de lo que nos conviene en nuestras vidas. Además, normalmente decidimos mejor que aquellos que se esfuerzan, con programas gubernamentales, en escoger por nosotros un diseño que sirva para todos. Es cierto, cometemos errores, pero a menudo son instructivos y mejoran nuestra toma de decisiones futura. Los funcionarios públicos, incluso los más íntegros enfocados al servicio público, también cometen errores. A fin de cuentas, nuestros errores suelen ser menos dañinos que los de los funcionarios públicos. El paternalismo gubernamental empeora nuestras vidas aunque sea solamente porque cuando nos niega la libertad de opción sufrimos una pérdida en nuestro bienestar.
La incapacidad incluso de familiares y amigos para conocer lo que nos gustaría es esmeradamente expresada por Joel Waldfogel en su libro Economía mezquina: Por qué usted no debe comprar regalos para las festividades. No importa cuánto esfuerzo hagamos para encontrar regalos adecuados para nuestros seres queridos, tendemos a equivocarnos y terminamos entregando regalos que los receptores no comprarían para ellos mismos. Las investigaciones demuestran que cuando las selecciones no son hechas por los consumidores finales, quienes reciben los regalos no hubieran pagado ni una cantidad cercana a lo que nosotros pagamos –en promedio, pagarían solamente el veinticinco por ciento de nuestros precios de compra. El gobierno, tratando neciamente de decidir por nosotros, destroza riqueza.
Los gobiernos latinoamericanos harían mejor echando a un lado sus hábitos paternalistas y estatistas y practicando el Principio de Perjuicio de John Stuart Mill, de que “el único propósito por el que el poder puede ser correctamente ejercido sobre cualquier miembro de la comunidad civilizada, contra su voluntad, es para prevenir un daño a otros. Su propio bienestar, sea físico o mental, no es justificación suficiente. No puede legítimamente ser forzado a hacer o haber hecho algo porque sería mejor para él hacerlo, porque eso lo haría más feliz o porque, en opinión de los demás, hacerlo sería inteligente, o incluso correcto…”.
Nosotros, el pueblo, sabemos lo que más nos conviene.
Profesor Investigador en el Instituto de Estudios Cubanos y Cubano-Americanos de la Universidad de Miami y autor del libro Mañana in Cuba.